Por Jesús Iglesias. Durante décadas, el cine, la televisión, la música y ahora internet, han servido para difundir un paradigma de la felicidad muy vinculado a la riqueza y al consumo, así como para instalar la figura del millonario como modelo a seguir. Sus mansiones y sus cochazos simbolizan el éxito capitalista, una aspiración en estos tiempos fundamental e indispensable para no acabar siendo un perdedor. Es una consecuencia tan interesada como visible de una cultura de masas que es parte inherente de la superestructura social, hoy entregada a mantener el actual sistema de producción y de consumo. En este sentido, la cultura del motor, la velocidad, la ostentación de riqueza… son elementos directamente vinculados con esa noción de éxito que tan buenos resultados han dado a unas élites económico-empresariales que básicamente persiguen el negocio más allá -a espaldas, más bien- de toda consideración ética o de cualquier otra índole. 

         Con Saoko Rosalía demuestra, ante todo, que es plenamente funcional al sistema. El modelo aspiracional, que tan bien describió hace ya más de un siglo el sociólogo Thorstein Veblen en su célebre Análisis de la clase ociosa, se basa en consumir sin freno y hacer ostentación de riqueza. Hay que parecerse a los ricos, consumir como ellos, en lugar de cuestionar un sistema que excluye a millones de personas y pone en riesgo el bienestar de tod@s. Detrás de cada Rosalía, de cada niñato ultramotorizado, hay un poderoso frotándose las manos. Son servidores del sistema, sus fieles cachorros, los primeros de la clase, el bloque de contención de defensa del capitalismo, por mucho que se barnicen de rebeldes antisistema. Todo el edificio se sostiene en los valores que representan y que con tanto entusiasmo exhiben. No hay nada subversivo -no digamos ya revolucionario- ni en ellos ni en su mensaje, tampoco en su ridícula ostentación, en su arrogante superficialidad, en su vulgaridad nihilista, en su actitud pseudomacarra, en sus ropas carísimas, en sus poses estudiadas y desafiantes con quien sabe qué. Es todo servidumbre y obediencia. Si el exceso de consumo es, de hecho, la mejor definición del sistema, ellos sus alumnos más dóciles y aventajados.

         No importa que millones de personas mueran cada año a causa de la contaminación, seguimos tolerando ciudades diseñadas en función de los intereses de los coches privados porque hemos permitido que su propia generalización los haya hecho imprescindibles y porque los hemos convertido en auténticos símbolos de un estatus prácticamente intocable. La fantasía burguesa caló en la clase trabajadora y aún ahora nos resistimos a cuestionar un modo de vida claramente hostil hacia las personas y los ecosistemas que hacen posible nuestra propia existencia. La cultura de motor y la glorificación de la velocidad se sustentan en una visión eminente burguesa de la vida social, en el egoísmo, en el estatus social, en el despilfarro material, en la injusticia ambiental, en un individualismo que también es transmitido por la cultura popular, una cultura que minimiza tanto nuestra precariedad cotidiana como la miseria que ocurre extramuros, aunque esos muros estén cada vez más cerca. Nos han convencido de que este sistema es el mejor sistema posible, nos permite soñar con conducir un ferrari mientras damos vueltas y más vueltas buscando aparcamiento para dejar el coche lo más cerca posible de casa. Vemos el éxito en la televisión, en el cine, en la música, sin cuestionar nada de lo que transmite, de lo que implica, porque quizá es más cómodo que exigir cambios profundos, empezando por nuestros propios valores, nuestros propios sueños e incluso nuestras propias necesidades, muchas de ellas creadas ex profeso en pos de la preservación del sistema.

         Estrenamos ropa cada temporada, cogemos el coche para ir a comprar el pan, tenemos móviles de última generación, viajamos cada vez que podemos, aunque sepamos -porque lo sabemos- que con ello estamos arruinando las posibilidades de que mucha gente pueda asumir un nivel de vida mínimamente digno. Vivimos en una sociedad caracterizada por la ilimitada persecución de la satisfacción de deseos, por una insaciabilidad prácticamente inagotable. Hemos quedado reducidos a homo consumens pasivos, vacíos, alienados. Nuestra ropa está fabricada por niñas hindúes que esclavizadas en jornadas laborales maratonianas, nuestros teléfonos móviles llevan el sello del sufrimiento infantil en las minas de coltán en el Congo. Si históricamente el estatus estaba relacionado con la obtención de recursos para el clan, con el respeto, con la narración oral o con el servicio a la comunidad, la cultura consumista que tanto fomenta el sistema a través de su obediente ejército de Rosalías nos obliga a competir con bienes intensivos en recursos, como coches, casas, vacaciones o aparatos electrónicos, siempre con el dinero como condición de posibilidad. Nuestro consumo, más aún, nuestro bienestar, se construye hoy sobre la aniquilación del planeta y la miseria ajena. Una sociedad pacífica, saludable y sustentable no se permitiría ningún derroche, ninguna ostentación, ningún exceso, ninguna Rosalía que transmitiese y representase unos valores tan peligros y nocivos su propia supervivencia. 

Para ampliar:

 

 https://menosesmasmallorca.wordpress.com/author/menosesmasmallorca/

Comentarios